Estos días pasados ha llovido en Barcelona y ni siquiera yendo a pasear la perra por el parque, después de la lluvia, he conseguido oler a tierra mojada. No digo que la ciudad no huela, solo digo que huele mal. Y especialmente, cuando diluvia un poco fuerte y, por descuido, no tengo bajada la tapa del inodoro (¡qué palabra tan contradictoria!), en mi baño huele a alcantarilla (por un efecto de succión, el sifón de la taza se queda sin agua y los malos olores pasan directamente).
Afortunadamente recuerdo cuando llovía durante los veranos que pasaba en el pueblo. Después del aguacero en el mismo pueblo sí que olía a tierra mojada y si alguna vez me había pillado algún chubasco estando en la viña (*), guarecido en la caseta de la finca rodeada de una docena de pinos (ver llover desde la puerta era una gozada), cuando escampaba, el olor a tierra mojada que subía del suelo era casi embriagador.
Coronel Von Rohaut
(*) Una vez llovío tan fuerte, una verdadera tromba de agua, un temporal de rayos y truenos, que el campo por debajo del nuestro y separado por un talud de piedra de pared seca, totalmente inundado, parecía un río y nuestra finca una isla. Mis tíos estaban detrás de la puerta, rezando, mientras que con mis padres yo gozaba del espectáculo de la naturaleza desmadrada desde el dintel de la puerta; quizás sí que un poco imprudente por los rayos, pero es que era algo para no olvidar...
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