LA METÁSTASIS BUROCRÁTICA
12/12/2019
Cuenta David Landes, en su extraordinario ensayo “La Riqueza y la Pobreza de las Naciones”, cómo a finales del siglo XVII el incipiente Estado español ofrecía claras señales de su mentalidad retrógrada. Y lo hace a través de dos citas muy ilustrativas.
La
primera es de Alfonso Núñez de Castro (cronista de
Felipe IV), a la que se refiere Carlo Cipolla en “Before the Industrial
Revolution”. Dice
así:
“Que Londres produzca tantos
de esos paños suyos como le plazca; Holanda sus cambrayes;
Florencia sus telas; las Indias sus armiños y vicuñas;
Milán sus bordados; Italia y Flandes sus linos, mientras
nuestra capital puede gozar de ellos. Lo único que ello
demuestra es que todas las naciones envían jornaleros a
Madrid, y que Madrid es la reina de los parlamentos, pues
todo el mundo la sirve y ella no sirve a nadie”.
La
segunda es la de un embajador marroquí en Madrid, que
encontramos en Bernard Lewis (“Muslim Discovery”) y
también en Guicciardini (“Relazioni
di Spagna”). Dice así:
“La nación española posee
hoy la mayor riqueza y las mayores rentas de todos los
cristianos. Pero el amor al lujo y a las comodidades de la
civilización les han superado, y raramente se encontrará a
alguien de esta nación que se dedique al comercio o viaje
al extranjero por motivos comerciales, como hacen otras
naciones cristianas como los holandeses, los ingleses, los
franceses, los genoveses y otros. De igual modo, la
artesanía a que se dedican las clases más bajas y la gente
del común son objeto del desprecio de esta nación, que se
considera superior con respecto a las demás naciones
cristianas”.
La
Castilla “imperial” y
la fauna de ese invento megalomaníaco que es Madrid son
los herederos de este patrimonio. Sustancialmente nada ha
cambiado. Se mantiene la trilogía histórica: el monarca
como figura central que simboliza el poder; la corte,
representada por todo un ejército de funcionarios
agrupados por categorías, comisiones y subcomisiones,
y el pueblo llano, adoctrinado y enajenado, que sigue
fielmente las consignas de la “autoridad competente”.
El
Estado español es un estado colonial que ya no tiene
colonias ajenas al espacio peninsular, pero se comporta como
si las tuviera. Es un Estado antiguo, en el sentido más
ajado del término. Por eso se enorgullece de contar con
un gran aparato burocrático, pues interpreta que esto
correlaciona con el poder. Y no es así, ni lo ha sido
nunca.
La
primera reflexión a considerar es que hay una gran
diferencia entre ser un “funcionario
del Estado” y ser un “servidor público”. El
primero se debe al Estado, al monstruo que Hobbes
presentó como el Leviathan. Hay que protegerlo de las
fuerzas de la oscuridad, de las masas de ignorantes que lo
acechan. En el Estado español, los funcionarios cumplen
fielmente esta misión. Ministros, jueces, parlamentarios,
fiscales, militares, guardias civiles y multitud de
derivados de esta copiosa especie ponen al Estado en primer
lugar. Para ellos la población tiene únicamente la
condición de ser súbditos del Estado. Son partidarios
de la “ley civil”, y
por esto se ajustan a la doctrina, a la codificación, al
procedimiento.
El “servidor público”, más
propio de la cultura anglosajona, es la antítesis de
lo anterior. El “Public
Servant” está orientado hacia el pueblo. Trata
de defender sus derechos frente a los poderosos. Es
parte del Estado pero no se debe al Estado. Pone
especial énfasis en la asunción de que los poderes
ejecutivo, legislativo y judicial son entes independientes
que no permiten maridajes espurios. Es por ello que se
orienta según la “ley
común”, los usos y costumbres, las circunstancias
particulares de cada situación en concreto.
La
segunda reflexión es de naturaleza económica. El
funcionario no presta atención al coste, y todavía
menos al “coste de
oportunidad”. Se limita a utilizar el valor del
presupuesto asignado. Eso sí, trata de cumplirlo
escrupulosamente, pues sabe que los niveles superiores a los
que reporta van a fijarse especialmente en esto. Este es
un concepto asociado a la milicia, en la que
solo se valora la ejecución en tiempo y hora según lo
mandado. El fárrago de expedientes de cualquier naturaleza
que se ponen en marcha sin someterlos previamente a una
criba higiénica es extraordinario. Algunos aventuran la
hipótesis de que el funcionario activo genera su propio
trabajo y así se siente útil. En el sistema judicial se da
la curiosa observación de que los expedientes y su
resolución no se ajustan a un orden cronológico sino que se
ordenan por razones extrajudiciales, lo cual produce un
sentimiento de rechazo en la base de la pirámide, ya muy
acostumbrada a no esperar nada del sistema pero
incapaz de expresar la mínima voz crítica.
La
tercera reflexión tiene que ver con el “azar moral”, ese
extraño concepto que podemos definir diciendo que puedo
tomar decisiones, por muy bizantinas que sean, porque si
resultan nocivas, nadie me va a pedir explicaciones.
Esto también se da en el ámbito de lo privado, pero en este
caso afecta únicamente a la propiedad y a su relación con
los decisores. En lo público, el funcionario tiene barra
libre. Hace lo que le da la gana, pues sabe que los
accionistas (los ciudadanos con derecho a voto) no tienen
manera de hacer valer sus derechos. En cuanto al
Tribunal de Cuentas, que en el Estado español debería
hacer este trabajo, se dedica a seleccionar
discriminadamente aquellos asuntos que la “autoridad competente” le
ordena priorice. Casos como los relacionados con el
contencioso del primero de Octubre son una clara
muestra.
La
cuarta reflexión se refiere a lo que en la esfera privada se
denomina “planificación
de carrera”. Las razones que motivan a una persona
para presentarse a unas oposiciones y entrar en la
Administración Pública (el Leviathan) pueden ser diversas:
parentesco, vínculos personales, cultura próxima, modelos de
referencia, oferta económica, etc. Lo que sí parece común es
la subconsciente búsqueda de “un puesto seguro”. Este
movimiento, comprensible en una sociedad plagada de
incertidumbre, es un movimiento psicológicamente conservador
que marca para el futuro su territorio mental. El
funcionario es conservador. En la calle hace mucho frío.
En
esto, como en tantas cosas, el funcionario español es muy
diferente del norteamericano, por buscar el ejemplo más
llamativo. Para comprenderlo mejor nos ceñiremos al descrito
como “alto funcionario”, con
posiciones de poder en la Administración (ministros,
consejeros, directores generales, presidentes de
corporaciones públicas, etc.). En Estados Unidos, donde se
potencia el discurso individualista, se entra en la
Administración Pública después de haber demostrado
capacidades notables en el ámbito profesional privado. Y
esto parece razonable. Hillary Clinton, por ejemplo, fue una
exitosa abogada antes de ser Secretaria de Estado y
presentarse como candidata a la presidencia. El mensaje
sería: “He demostrado que soy capaz y ahora puedo
extender mi capacidad a nivel macro”. En el Estado
español el camino es el inverso: entro de aprendiz en
el sector público, voy ascendiendo por méritos, por
fidelidad o por buenas relaciones, y al final llego a mi
nivel de incompetencia en un buen cargo. Si me cesan, tengo
las puertas abiertas para entrar en alguna empresa privada
con vínculos directos con la Administración: banca, obra
pública, suministros básicos, etc. No me contratan por mis
conocimientos sino porque tengo una buena agenda y una
amplia red de contactos.
Y esto
nos lleva a la última reflexión, que produciría perplejidad
a un observador independiente. En cualquier país los
Presupuestos Generales del Estado alcanzan dimensiones
notables (472.000 millones de euros, los del Estado español
en el 2019). La estructura y composición de estos
presupuestos (en el ingreso y en el gasto) suponen una gran
complejidad, tanto en términos cuantitativos como
cualitativos (qué hacer). Luego, después de asignar las
partidas hay que hacerlas operativas (la gestión). Y
todo esto lo ponemos en manos de unos funcionarios del
Estado, no
de unos servidores públicos. Unos funcionarios del
Estado que no están acostumbrados a asumir riesgos que
afecten a su propia cartera, pero a quienes no les importa
mover los recursos públicos, cuya fuente principal son los
impuestos pagados por los contribuyentes.
¿Cuántos
miembros del Tribunal de Cuentas han ejercido como auditores
en el sector privado? ¿Cuántos altos magistrados, jueces y
fiscales han actuado como abogados particulares? ¿Cuántos
ministros y ministras del gobierno en funciones del
malabarista señor Sánchez han ocupado posiciones directivas
en empresas independientes? ¿Cuántos ex-ministros,
ex-candidatos, ex-alcaldes, ex-secretarios generales de
partidos, ex-no se qué merodean por los consejos de
administración de las empresas afines?
De
cada uno según sus capacidades. A cada uno según sus
necesidades. El proyecto utópico de Cabet, retomado por Marx
en su “Crítica del
programa de Gotha”, era un bello futurible. Pero para
que se cumpla lo segundo, hay que contar con lo primero.
El fracaso del
Estado español es el fracaso de su clase
administrativa; de su notable carencia de
capacidades para cumplir la función pública. De su actitud
Estado-céntrica, pre-moderna, viciada desde el origen. Es
la metástasis burocrática.
Trasladado por Coronel Von Rohaut
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