Quitando el polvo de la biblioteca he caído sobre uno de los libros que heredé de la biblioteca de mi tío Ricardo, el anarquista. Era la "Astronomía" de Comas Solá, el padre de la moderna astronomía catalana. Me lo había leído ya desde muy pequeño y sin duda ahí y gracias a sus fotografías, empezó mi curiosidad por el universo.
Cuando Comas Solá escribió su tratado, no existían o no se sabía de los "quasars" ni de los agujeros negros. Nadie había, todavía, expuesto la teoría del "big bang" o la expansión continua del universo y no habían nacido ni Stephen Hawking, cuyas teorías han revolucionado nuestro conocimiento de la creación ni el gran divulgador, el judío-americano Carl Sagan, cuya obra "Cosmos", que fue una serie televisiva de éxito multitudinario (en España menos, claro), tanto hizo para la divulgación popular de la astronomía o la cosmología.
Pero siendo yo muy niño, una noche cerrada de verano, sin luna, regresábamos de la viña hacía el pueblo con mi padre, por la carretera por la que no circulaba ni un sólo coche. Podíamos, por lo tanto, andar con la cabeza levantada, sin ningún temor de ser atropellados y mirando hacía el cielo, cuya bóveda estaba plagada de estrellas, constelaciones brillantísimas y nebulosas definidas, donde destacaba claramente toda la Vía Láctea, la constelación de la que forma parte nuestro sistema solar, que mi padre me iba detallando. Aprendí a situar con rapidez a los carros, la Osa Mayor y la Menor, cuya estrella de punta es la Polar que, impasible y fija en su ubicación, señala el norte. La doble uve de Casiopea y Las Pléyades. Así cómo, en el horizonte, el escudo y la espada de Orión, que señala el sur y es la contrapartida de la estrella Polar. Aquello no era estar sentado en un planetario; era el cielo autentico, en vivo y en directo.
Y este verano, asomado a la noche desde la terraza del apartamento de la Costa Brava para intentar distinguir Las Perséidas o estrellas fugaces, que son una lluvia de meteoritos visible en Agosto, debido a la gran contaminación lumínica, ni siquiera en noches de luna nueva es posible admirar en toda su intensidad la bóveda celeste, toda ella difuminada por un resplandor lechoso.
Tan sólo una ventaja. Al no verse en su totalidad y bien contrastados todos los cuerpos del firmamento, se puede apreciar claramente ya que es casi el único, el más luminoso de todos, después de la propia Luna, el gran planeta Júpiter.
Y sigues aceptando lo pequeño que eres.
Coronel Von Rohaut
domingo, septiembre 09, 2007
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